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dimecres, 30 de març del 2016

El mal y la belleza: Salomé

En el Centro Cultural de la Villa de Madrid, la Salomé de Oscar Wilde, dirigida por Jaime Chávarri e interpretada por Victoria Vera. Una obra de teatro tan rodeada de leyenda y fascinación como la fascinación y leyenda de que trata la obra.

La primera pista está en el cartel anunciador, que es una acuarela del simbolista Gustave Moreau, La aparición, y representa a Salomé deslumbrada por la aparición de la cabeza del Bautista casi como un dios solar. Un tema que repetiría luego en composición muy similar Aubrey Beardsley en su ilustración de 1894, J'ai baisé ta bouche, Iokanaan. Moreau había tratado el tema de Salomé varias veces. Venía siendo frecuente en la pintura desde el Renacimiento por las mismas claroscuras razones por las que lo fue el otro paralelo de Judith y Holofernes. Eso de la mujer cortando o haciendo cortar la cabeza a un hombre insinúa freudianamente la tendencia a la emasculación. En Moreau es un verdadero ciclo (con acuarelas, óleos y dos docenas de dibujos) que concentra en él toda la fascinación decadentista con la mujer fatal, el deseo, la muerte y la perdición de los hombres. Muy probablemente fue la inspiración para uno de los Tres cuentos de Flaubert, Salomé, publicado por aquellos años de 1877. Ambos, a su vez, decisivos, sobre todo Moreau, en A Rebours (1884) (A contracorriente) de Joris Karl Huysmans, cuyo capítulo V está dedicado a las reflexiones del antihéroe protagonista, Jean Des Esseintes, sobre dos de las obras de Moreau. A Rebours, biblia del decadentismo fin de siècle, influyó mucho en Oscar Wilde. No se menciona expresamente pero hay acuerdo general en que se trata del famoso "libro amarillo" que Lord Henry regala a su amigo Dorian Gray (en cierto modo, versión inglesa de Des Esseintes) y con el que ocasiona su perdición, porque es la "novela más perversa" de la época.

La leyenda trae causa de los tres evangelios sinópticos, coincidentes en el relato, especialmente en lo que no se dice: el nombre de la hija de Herodías. Ni Lucas ni Mateo ni Marcos, que es quien más en extenso trata el tema, mencionan el nombre de Salomé. El primero en hacerlo es Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías. Pero Josefo, que da cuenta de la Salomé real (dos veces casada y con descendencia) no la vincula con Juan el Bautista y es precisamente esta vinculación, que sí está en los Evangelios, la que da la pimienta a la historia: Salomé, hija de Herodías, baila para Herodes quien, ebrio de concupiscencia, le promete lo que le pida y Salomé pide la cabeza del Bautista por deseo expreso de su madre, harta de que la voz que clama en el desierto le eche en cara su vida incestuosa.

Wilde escribió la obra en francés 1892 y la puso en escena en París en 1896 Sarah Bernhardt, hasta su prohibición casi inmediata. De aquí arranca el tópico de que la escribió para ella, cosa que el mismo Wilde desmintió en carta a la prensa francesa. Traducida al inglés por su amante Lord Alfred Douglas, para desesperación del propio Wilde a quien la versión pareció detestable, cuando se estrenó en Francia, el autor cumplía condena en Reading por indecencia pública, una típica estupidez legal de la época. No pudo estrenarla en Londres, dada la prohibición de papeles bíblicos en el teatro inglés y esta especie de maldición prohibitiva prosiguió en sus adaptaciones. La versión para ópera de Strauss (1905) fue prohibida en Viena en donde iba a estrenarla Mahler.

¿Qué tiene la pieza que tan maldita la hace? Pues, en principio, un típico giro de amoralidad (aunque estoy tentado de escribir moralidad porque es lo que pienso) de Wilde. La obra se aparta de la interpretación al uso: no es Herodías quien induce a Salomé a bailar para vengarse del Bautista. Es la propia Salomé quien, incendiada de pasión por el primo de Cristo, requiere su cabeza para besar su boca y saciar su deseo: "Besaré tu boca, Iokanaan". Incidentalmente, la traslación del nombre de Johannes a Iokanaan, busca el mismo giro estético: la orientalización o exotización de la historia. Como el hecho de periodificarla con la tonalidad de la luna: blanca al principio, roja cuando comienzan las muertes y negra al final. Para acabar de situar Salomé en el pináculo del decadentismo maudit, el ilustrador fue el genial Aubrey Bearsdley, director por entonces de la revista de arte y literatura The Yellow Book y quien, por cierto, detestaba a Wilde.

La versión de Jaime Chávarri, aceptable y la interpretación, en conjunto, decorosa. El Bautista no acaba de ser convincente en el punto central de la obra: el ardiente misticismo y el amor carnal que inspira, la perversión última del cristianismo: el sacrilegio de atraer a Dios o a su enviado al pecado. Claro que ahí falla también la protagonista. Victoria Vera es buena actriz, con mucho dominio y recursos, pero quizá no sea la mejor idea poner a representar un papel de intensa carga erótica a una mujer de sesenta años con el climax de la danza de los siete velos. Porque esta es la consecuencia del inesperado giro de la historia en Wilde: la versión convencional en la que el Bautista es, en realidad, la voz de la conciencia que atormenta a Herodías deja paso a otra mucho más audaz (aunque, en el fondo, vacía) en la que es la crueldad de la belleza y la juventud la que arrasa con todo y lleva el sacrilegio y el decadentismo al extremo de la necrofilia. 

dimecres, 19 de desembre del 2012

Los útimos momentos de Pompeya.

Allá por 1834, en pleno romanticismo, el barón Edward Bulwer-Lytton, escritor y político, publicó Los últimos días de Pompeya, una novela muy popular a lo largo del siglo XIX. Todavía se leía, entre los chavales sobre todo, hace cincuenta años. Ahora está casi olvidada. La novela narra el contenido del título, los últimos días de la ciudad que, conjuntamente con Herculano, Estabia y Oplonti, desapareció de la faz de la tierra en el año 79 d.d.C. sepultada bajo veinte metros de ceniza y piedra de la terrible erupción del Vesubio. Y así quedaron, en olvido y silencio, durante 1700 años. El interés por Pompeya en el XIX venía de las excavaciones que los napoleónidas ordenaron hacer en los tiempos del Imperio. A su vez estas proseguían las que comenzó en su día Carlos VII de Borbón, luego Carlos III de España. En realidad, la reaparición de la vieja ciudad que los romanos llamaron Cornelia Veneria Pompeianorum, porque debía de ser, supongo, lugar dado a la caza, es un legado del Borbón ilustrado. Cuando este embarcó para España, las excavaciones languidecieron. El retorno de los Borbones a Nápoles, luego de Napoleón, supuso una nueva paralización de unas obras que todavía hoy prosiguen. Los reyes la utilizaban como un lugar para pasear a los visitantes.
La exposición de la Fundación Canal, en la que se encuentran unas 200 piezas de todo tipo procedentes de los scavi y tiene una faceta pedagógica muy fuerte a base de textos y videos, hace hincapié en la importancia del Borbón, atribuyendo a su decisión de traer a España copias y moldes de las figuras originales, dejando estas en su lugar el nacimiento de la moderna arqueología. Es un punto patriótico pero, en realidad, Pompeya fue un sitio de expolio arqueológico hasta fines del siglo XIX. Una parte importante de las piezas en exhibición proceden del Museo Nacional de Nápoles. El museo propio de Pompeya, en cambio, está cerrado. No tiene mucha importancia pero la costumbre de dejar las cosas en donde se encuentran y no llevárselas a casa es relativamente reciente.
En tiempos de Bulwer-Lytton, la fascinación de Pompeya era grande y la ciudad figuraba en todos los itinerarios de las clases cultas europeas italianizantes. El novelista teje una historia de pasión, entrega, sacrificio, crimen, locura, venganza, con elementos góticos, interpretando Pompeya como un cruce de civilizaciones, religiones, razas: hay griegos (nobles, leales), egipcios (fanáticos, criminales), romanos epicúreos, pragmáticos, cristianos y un toque de fascinación por el ocultismo que, andando el tiempo, llevaría a Bulwer-Lytton a escribir otra novela desconcertante: La raza futura, considerada la primera obra de ciencia ficción.
La exposición no trata nada de esto. Orienta su referente textual a la obra de Plinio el Joven, quien presenció la erupción desde el otro lado de la bahía y dejó de aquella -en la cual, por cierto, murió su tío, Plinio el Viejo, víctima de su afán científico- una descripción estremecedora. Tanto que no fue creído y solo la reciente vulcanología la ha confirmado, dando a este tipo de erupciones, en compensación, el nombre de erupciones plinianas. Con esta historia y algunas fábulas auxiliares sobre los destinos de gentes de diversas extracciones sociales (gladiadores, políticos, comerciantes, esclavos, etc) la exposición teje un vídeo muy entretenido que hace las delicias del público, sobre todo el menudo y es muy instructivo. A diferencia, pues, del novelista romántico, la Fundación Canal se concentra no en los últimos días sino en los últimos instantes de Pompeya, entre la primera explosión de humo y gases que anocheció el día y la última unas horas más tarde de gases, fuego y magma a más de 100 km por hora. No quedó nada vivo ni visible. Aquella gente aprendió demasiado tarde lo que era vivir bajo el volcán.
Y esa es la fascinación de siempre de las ciudades destruidas por el Vesubio, su carácter inesperado, fulminante, aniquilador, que paralizó la vida carbonizándola según la encontró y la preservó intacta durante casi 2000 años. La fascinación de asistir al ajetreo y bullicio cotidiano de una próspera ciudad romana de lejano origen osco, pasear por sus calles empedradas, ver sus tiendas y almacenes, entrar en sus casas privadas y encontrar de vez en cuando los moldes petrificados de hombres, mujeres, animales, sorprendidos por la muerte en las más variadas disposiciones, escapando, protegiéndose, durmiendo. Se apodera de nosotros una sensación como si fuéramos el espíritu del Ángel Exterminador, paseándose después por el lugar de su destrucción. Con una diferencia, rápidamente formulada: los pompeyanos no habían hecho nada para atraer la ira de los dioses.
Pero eso es cuando se pasea por la propia Pompeya. Aquí, en la estupenda exposición del Canal, debe uno conformarse con las piezas de museo y las reproducciones. Se diluye así el sentido del drama de aquella horrible catástrofe y podemos contemplar el día a día de una ciudada romana normal, sus objetos cotidianos, balanzas, ruedas, adornos, fíbulas, cerámica, frescos en las paredes, algunas veces de carácter erótico. Hay una estatua de un patricio cuyo nombre no he retenido, desvergonzadamente igual a la canónica de Augusto, repartida por todo el Imperio, únicamente, claro, con otras facciones. Algún fresco, como el de la escriba o la muchacha con la pluma es especialmente celebrado. Los frescos se conservaron en general muy bien al estar protegidos de la luz y la atmósfera.
La estatuística, no siendo de gran factura, tiene su punto porque, al ser la piedra perdurable en el tiempo, coexistían en Pompeya estilos muy distintos. Junto al helenístico dominante, hay formas arcaizantes, con notable influencia egipcia. Un Apolo esculpido como un Kouros que lo deja a uno pensativo acerca de cómo cambia el espíritu de los dioses.

dimarts, 18 de setembre del 2012

El padre de todos ellos.

L@s lector@s de Palinuro habrán echado en falta en los últimos cinco o seis meses las habituales secciones de crítica de arte, pintura, teatro, cine, comentarios de libros, etc. Si no los han echado en falta no me enfadaré. Llevo ese tiempo concentrado en la redacción definitiva de mi próximo libro que saldrá, supongo, a primeros de 2013 y no estaba para más que los asuntos de cuartel y la política, que es como el río que nos lleva. Pero ayer puse punto final, mandé el original al editor, esperé el recibí de este, monté a mi familia en el coche y nos fuimos a ver la exposición de William Blake en Caixa Forum por la tarde.
En 1804, época de madurez de Blake, el Código Napoleón declaraba taxativamente prohibida toda indagación de la paternidad. Esta exposición muestra admirablemente que la paternidad del prerrafaelismo y el simbolismo corresponde a Blake. La exhibición de 74 piezas del genial grabador y las leyendas que acompañan lo dejan claro sin lugar a dudas. Uno tiende a ver a Blake como coetáneo del prerrafaelismo, a lo que ayudan mucho sus relaciones con Rossetti y Watts y, en efecto, coetáneo es, pero como un padre lo es de sus hijos. Y ¡qué hijos! Lo siguen en todo, en la temática y en la forma, aunque luego van estilizando esta hasta darle ese gusto relamido que también se observa en los nazarenos alemanes. El espíritu rebelde de Blake reencarna después en el simbolismo, por ejemplo, en Odilon Rédon, hasta desembocar en los ornamentismos modernistas. Y se proyecta en el caso de otro dandy decadente y extraño, como Beardsley. Hay en la exposición una Messalina que no me dejará por mentiroso.
Ese espíritu rebelde es lo más característico de Blake, que lo llevó a tener una vida en constante conflicto con los gustos de la época. Es curioso que con los reducidos elementos de la acuarela, el temple, el lápiz, el buril, el pastel, la tinta consiga transmitir esa fuerza ígnea. El fuego es el elemento más presente en su obra, fuego solar, fuego infernal y fuego terrenal en el que los otros se mezclan. Son composiciones flamígeras en las que las imágenes humanas son transubstanciaciones de llamas que evolucionan, se enroscan entre sí y ascienden. Pero también descienden. La caída de Lucifer es un tema recurrente. Las imágenes del Infierno en la Divina Comedia, con ese Dante/Virgilio que regala a Rossetti. Tiene la audacia de convertirse en los ojos de Milton y representa el paraíso perdido y se atreve con el libro de Job. La exposición trae la serie pequeña de grabados; hay una mayor, básicamente acuarelas, repartida por varios museos, aunque la mayoría está en la Galería Tate, en Londres, de donde procede la totalidad de esta exposición, si bien estas acuarelas y algunas no menos celebradas, como su Nabucodonosor, no están. Sí lo está la impresionante Hecate o las hijas de Job. Debo confesar que la grandeza de la interpretación del Libro de Job nace de su capacidad para sintetizar y hacer comprensible una historia tan enrevesada, rebuscada y sutil que suele uno perderse en sus recovecos.  
Todo esto, se dirá, es el mundo mental, iconográfico, imaginario del romanticismo y es cierto con la salvedad de que Blake es un hombre de la segunda mitad del siglo XVIII en la que los gustos imperantes eran la retratística inglesa de sociedad, estilo Reynolds o paisajes como Constable y en Francia, el Rococó de Watteau y Boucher, de todo lo cual ha quedado muy poco mientras que la influencia de Blake,a pique de ser sepultado por la incomprensión de su tiempo, llega al día de hoy. Salvo Turner (y un poco porque es como el mismo Blake) apenas hay un pintor inglés en el XIX que no acuse su influencia y muchos en Francia y en Bélgica (Khnopff y Delville). Algunas de sus creaciones, como el retrato imaginario de Isaac Newton, la creación de Adán por Elohim (que también viene en el lote) forman parte de la cultura popular de nuestro tiempo. Por no hablar del Anciano de los días que hubiera acabado en la cubierta de alguna marca de cigarrillos, algo así como la creación de Adán de Miguel Ángel sirvió para anunciar los pantalones Levi's. Miguel Ángel por lo demás es la influencia más visible en Blake. Sus representaciones de Leviathan y Behemoth, de los que hay algunos ejemplares en la exposición, alimentan el imaginario intelectual de los totalitarismos del siglo XX.
Blake creó su propia cosmología y se buscó un sitio en ella, con ese alter ego, Los, en el que se autorretrata como el artista profeta, el visionario poseído por su creación que se manifiesta a través de él, como si estuviera en trance.
Nada, muy recomendable exposicion. Por cierto, Caixa Forum anuncia otra para octubre sobre rascacielos que no pienso perderme.
Al salir nos incorporamos a una manifa conjunta de enseñantes y ferroviarios, anarcosindicalistas, por lo que pude ver, que pasaba por allí. Hoy, circular por Madrid, es elegir a qué manifa te sumas. Fuimos con ellos por el Paseo del Prado hasta Neptuno y allí nos dimos el piro.

(La imagen es una captura de la página web de Caixa-Forum.)

dissabte, 31 de desembre del 2011

Victoriana.

Cary Fukunaga, Jane Eyre, 2011.-

Las novelistas inglesas de fines del XVIII y el XIX, Jane Austen, las hermanas Brontë, George Elliot (Mary Ann Evans), como las mujeres libertinas e ilustradas francesas del XVII y XVIII Mme de Sevigné, Mlle. de Scudéry, Mme. de Châtelet, Mme de Staël, son tradiciones muy peculiares desconocidas en otros lugares y constituyen casi géneros literarios y epistolares en sí mismas. Y entre ellas sobresale el caso de las Brontë, Charlotte, Emily y Anne. Hijas de un modesto pastor de la Iglesia de Inglaterra cuya mujer falleció tras dar a luz seis hijos, recibieron una cuidada si bien no lujosa educación en un severo espíritu metodista. Las tres murieron jóvenes. Únicamente Charlotte pasó de los treinta años y falleció a los 39, dejando cuatro novelas, una de ellas Jane Eyre. Emily sólo escribió una, Cumbres borrascosas, y Anne dos, una de ellas, La inquilina de Wildfell Hall, considerada una de las primeras novelas feministas y un ataque a la sociedad victoriana tan escandaloso que su propia hermana, Charlotte, prohibió que se reeditara a la muerte de la autora.

Las tres novelas mencionadas son obras maestras, siguen leyéndose hoy y conocen muchas adaptaciones al cine y a la TV. Sólo de Jane Eyre debe de haber más de veinte. Y con razón porque son extraordinarias. Las tres hermanas lo eran (asimismo un solo hermano que tuvieron, Branwell, quien las retrató en el cuadro de la derecha antes de morir a los 31 años alcoholizado y adicto a las drogas) y en los estrechos márgenes que la sociedad victoriana permitía a las mujeres, tuvieron unas breves pero agitadas existencias, unas relaciones muy estrechas entre sí y dejaron obras cumbre de imaginación y calidad literaria.

La prolongada era victoriana ejerció una fuerte impronta sobre la literatura de forma que, en realidad, hablamos de novelas victorianas queriendo con ello decir algo más que "novelas escritas durante la época victoriana". Muchas de las novelas victorianas se ven como ataques al espíritu y las instituciones del tiempo, singularmente la fundamental, la familia. Es fácil de entender porque la época era tan estricta, rígida, artificiosa y opresiva que bastaba su mera descripción para que el resultado fuera una crítica.

Es más o menos lo que sucede con Jane Eyre, la novela autobiográfica de Charlotte, una pieza literaria de primer orden, creadora de un personaje, Jane, que goza de proyección universal. La historia, una especie de Bildungsroman, tiene un elemento gótico muy fuerte. Y no sólo gótico; incluso hay un episodio de un aproximado vampirismo. Desde que Polidori publicara su narración El vampiro, la primera del género en los años veinte, los vampiros frecuentaron la literatura hasta la llegada de Bram Stoker. El argumento es encendidamente romántico pero está encajado en un rígido mundo de valores victorianos. La propia Jane Eyre es una heroína cuya vida está marcada por unos principios de sujeción de la mujer que no comparte y contra los que se rebela (es el elemento de feminismo que se le subraya) pero, al mismo tiempo, representa valores victorianos en estado puro. Jane es un personaje denso, activo, que lucha por afirmarse en condiciones de igualdad a los hombres pero lo hace invocando los valores típicamente victorianos de independencia económica, autoayuda y trabajo productivo con el que ganarse la vida.

La peli de Cary Fukunaga narra la historia de modo aceptable, recogiendo todos los elementos de los conflictos que se plantean, aunque a veces le puede el texto literario y en un par de ocasiones los diálogos son prolijos e innecesarios y en otras no atina a explicar del todo las peripecias porque el guión deja algo que desear a fuerza de deslavazado. Plantea el relato con un larguísimo flashback que desestructura la narración tanto que se ve obligado a repetir escenas para que el espectador pueda saber en dónde está.

Pero a cambio ha traducido muy bien en imágenes el mundo mental de la autora. Los exteriores -y hay muchos- son extraordinarios y las ambientaciones imponentes; las mansiones, las residencias, los carruajes, los jardines. Los personajes están muy bien caracterizados, sobre todo los hombres, que eran los que se le daban bien a Brontë. Lo que ya no es tan claro es que se ajusten a sus papeles. El más logrado, a mi entender, St. John Rivers, el del primo pastor que quiere ser misionero en la India, aquí casi figura secundaria cuando en la obra es un elemento crucial pues, al pedir en matrimonio a Jane, fuerza en esta un proceso de introspección que la hace encontrarse a sí misma y definirse como persona al negársele como esposa pero ofrecérsele como hermana. Rochester está bien, pero no acaba de encontrar el punto. Y el caso más llamativo es el de Jane, interpretado por Mia Wasikowska. Es muy buena actriz y borda el papel, pero es demasiado guapa. Jane tiene un semblante vulgar, anodino (plain es la expresión que usa), que es lo que explica las continuas distinciones entre la belleza exterior y la interior. Pero el rostro de Wesikowska es muy bello y, al presentarla sin maquillaje, sin acicalar, aun lo es más, lo que no se compadece con la historia.

De todas formas, la narración es tan poderosa, la autobiografía de Charlotte Brontë (quien tuvo que publicarla con seudónimo masculino, así como sus hermanas, incluida una antología poética de las tres) atrapa de tal modo que de cualquier forma en que se cuente es apasionante. Fukunaga puede haberse hecho un lío con el argumento (por cierto mucho más simple y lineal que el de Cumbres Borrascosas que, según una de las frecuentes leyendas sobre las Brontë, también es obra de Charlotte) pero refleja el mundo mental de Jane Eyre y hace que esta se manifieste en su mezcla de moral victoriana y antivictoriana al mismo tiempo, lo que da a la obra su gran atractivo.

divendres, 20 de març del 2009

El sueño de la pureza.

En el Museo del Prado hay una pequeña exposición muy curiosa. Es una colección (diecisiete piezas en total) de cuadros y dibujos prerrafaelistas que se conservan en el Museo de Ponce en Puerto Rico, al parecer reunidas por un coleccionista puertorriqueño aficionado a la escuela, una ocasión única para ver obras que no aparecen sino raramente por Europa y, que yo sepa, nunca en España. El conjunto es temático sobre el prerrafaelismo pero la imagen que los expositores han decidido usar para el folleto (a la izquierda), la famosa y bellísima Flaming June, "Junio (o Juno, que ésta es la ambigüedad del texto) ardiente", es la única que no es prerrafaelista, ya que el autor, Frederic Leighton, aunque próximo a los postulados de la Hermandad Prerrafaelista cultivó un estilo neoclásico con otras influencias renacentistas, la más obvia de todas en Flaming June, la de Miguel Ángel. Sigue la confusión porque, aunque la joven del cuadro de Leighton está dormida al calor del verano mediterráneo (y con un color que es una gloria del cielo), no tiene nada que ver con el título sobreimpreso en el folleto, que hace referencia al cuento de La bella durmiente de Perrault, si bien en la interpretación de Alfred Lord Tennyson The Day-Dream, que es una versión de la leyenda de la Briar Rose.

Burne-Jones, el prerrafaelista más representado en la exposición pues hay de él cuatro cuadros y todos los bocetos y dibujos, pintó tres series de esta leyenda de la rosa silvestre (que es lo que es una Briar Rose) siguiendo el poema de Tennyson, pues tuvo mucho éxito. La primera serie (que tiene cuatro cuadros) se encuentra en Buscot Park, en Inglaterra, la tercera (con tres cuadros) está repartida y la segunda, también llamada la "pequeña serie" es la del Museo Ponce que aquí se exhibe: y se compone de tres paneles: "El bosque de rosas", "La sala del consejo" y "El arco de rosas". La serie contiene muchos de los elementos prerrafaelistas: colores cálidos, elegancia y suavidad en el dibujo, escasa perspectiva, un mundo mágico, puro, simbólico, una referencia al sempiterno paralelismo entre la muerte y el sueño y, sobre todo, la idea de la renovación, la resurrección que es la que trasmite la leyenda de la doncella vuelta a la vida por el beso del príncipe cien años después de su accidente.

Pero la Briar Rose está a falta de uno de los motivos esenciales del prerrafaelismo, que es el elemento artúrico que muchos de los prerrafaelistas también referían a otro poema de Tennyson, el famoso Idylls of the King. En este caso está representado por el cuadro más imponente de la exposición: El último sueño de Arturo en Avalon, una composición de gran tamaño que representa al legendario Rey de Bretaña después del último combate en Camlann con Mordred, el architraidor, el hijo que había tenido con su hermanastra Morgana le Fay. Arthur ha sucumbido (que no muerto) y reposa en la legendaria Avalon en espera del día en que haya de retornar, guardado por una serie de figuras femeninas del ciclo, varias reinas y la propia Morgana. El cuadro contiene todos los elementos formales y estilísticos de los prerrafelistas, la escenografía medievalizante, el simbolismo melancólico y hasta esa costumbre de pintar a todas las doncellas con los mismos rasgos andróginos, que da una sensación de curiosa irrealidad. No obstante, siempre he pensado que esta obra, en la que Burne-Jones estuvo trabajando hasta poco antes de morir, estaba recargada. En la exposición puede verse un boceto originario que aclara mi intuición. La idea del pintor era mucho más simple y elegante, concentrando la intensidad dramática en Arturo, con menos figuras secundarias y más importancia del paisaje. En la obra final, el dramatismo queda sepultado ante lo imponente del mausoleo que esta fuera de toda proporción y las figuras distraen. Pero, en todo caso, una muestra maravillosa de aquel espíritu prerrafaelista típicamente victoriano consistente en idealizar la Edad Media, en perfecta sintonía con el Romanticismo, y escapar de la fealdad ambiente que traía consigo la revolución industrial.

También hay piezas de Dante Gabriel Rosetti (y una muy significativa, Dis Manibus) y William Holman Hunt; pero la que personalmente encuentro más interesante es la titulada La huida del hereje, de John Everet-Millais, una muestra más de pintura narrativa, de contenido, de este artista comprometido con unos ideales liberadores y contrarios a todo tipo de opresión y un cuadro que, por su temática, recuerda el mucho más famoso de La orden de liberación, cargado de simbolismo a favor del nacionalismo escocés como éste lo está en contra de la Inquisición española.

Vamos, que es una exposición de pocas piezas pero a la que conviene ir con tiempo porque esta pintura parece detenerlo.

dijous, 15 de maig del 2008

La duquesa coqueta.

Interesante la peli de Jacques Rivette, ese superviviente de la nouvelle vage, que se ha estrenado en España bajo el título de La duquesa de Langeais, que es el de la novela de Balzac de la que está tomada, si bien es cierto que el escritor había pensado llamarla en un principio como se llama en francés, Ne touchez pas la hache, una advertencia a los aristócratas para que no toquen el hacha que ha de segarles el cuello.

La peli es interesante sobre todo porque ilustra muy bien las relaciones entre el cine y la literatura ya que sigue la novela prácticamente al pie de la letra. Y como la novela, en realidad una novela corta dentro del ciclo de La comedia humana, tiene tanta fuerza y tanto encanto hay como un choque de géneros que llama la atención entre la narración literaria y la cinematográfica. Por ejemplo la historia en la peli aparece entrecortada con letreros en la pantalla, cual si fuera cino mudo, diciendo eso de "Diez minutos después" o "Cinco años antes". En la narración escrita esos cambios se integran en el relato mismo. De igual modo los diálogos en la peli se convierten en escenas de teatro (cámara fija con los personajes moviéndose, aunque no siempre) porque el director quiere conservarlos como en la novela.

La historia es completamente romántica: una historia de amor y de muerte cuyo trágico final tiene lugar en esa tierra misteriosa, exótica, semibárbara, iluminada: España. Balzac es, se dice, el fundador del realismo, lo que es estrictamente cierto. En esta novela, por ejemplo, se hace un sucinto estudio sociológico y psicosociológico de un barrio de París, el Faubourg St. Germain, al que se ha trasladado la nobleza de la Restauración, huyendo de las aglomeraciones de la cité, al otro lado del Sena. Pero luego, ese estudio realista es el fondo sobre el que se narra la historia retorcida y apasionada de dos seres excepcionales, la Duquesa de Langeais y el General Armand de Montriveau; ella, una señora noble, centro de la moda del todo París, semiabandonada por su marido, y él un general bonapartista del que se cuenta que atravesó el corazón del África para llegar a las fuentes del Nilo.

Hay una versión anterior de 1947, dirigida por Jean Giraudoux y protagonizada por Edwige Feuillère y un actor cuyo nombre no retengo. Parece como de otro planeta. Giraudoux se lo inventa todo y cambia los diálogos. Hace otra obra. Este Rivette, no, sino que se pega a Balzac como un velcro. Hace cambios en otras cosas. Por ejemplo, no recuerdo que Armand de Montriveau cojeara. Aquí la cojera es obligada porque a Guillaume Depardieu, el hijo de Gérard, le falta una pierna. Igualmente, Antoinette de Langeais no tiene cuarenta sino veintipocos años. La intérprete, Jeanne Balibar, tiene mucho talento y encanto pero está más cerca físicamente de su anciana tía que del personaje de Balzac. En todo caso, lo borda.

El tiempo de la historia es muy interesante: 1823. Un general que ha venido con las tropas del Duque de Angulema en nombre de la Santa Alianza a reponer a Fernando VII en el uso de su poder absoluto, derogando de nuevo la Constitución de 1812. Un general bonapartista. Ahí se ve el realismo de Balzac era legitimista, partidario de los Borbones. Porque ¿qué otra cosa iba a ser un general del ejército francés a menos de diez años de la caída del Imperio sino bonapartista? Por lo demás nadie me quita de la cabeza que en Francia hasta los legitimistas son bonapartistas Lo llamaban Buonaparte, para subrayar su condición de extranjero, de italiano; pero lo admiraban. La famosa nación española fracasaba por segunda vez en su intento de articularse como un cuerpo colectivo cívico y liberal y se sometía de nuevo al ancien régime que sólo empezó a ser desmontado con la Regencia, sentándose ya el precedente de las dos Españas, la liberal y la conservadora, tan enfrentadas entre sí que muchos creen que son dos naciones y de ahí la eterna y tan característica cuestión nacional española.

Un convento de clausura de carmelitas descalzas encaramado en lo alto de una roca en una isla balear y una bella monja que se llama Teresa. Este Balzac era un genio romántico.

Aquí dejo el tráiler en español. Suena mejor en francés pero no lo he encontrado subtitulado.