divendres, 30 d’octubre del 2009

Deconstruyendo el constructivismo.

El Reina Sofía tiene una exposición sobre Rodchenko y Popova que, con el título de definiendo el constructivismo muestra las dificultades que a veces surgen a la hora de bautizar correctamente lo que se expone. Porque el constructivismo que, en sentido estricto, es el nombre que toman las vanguardias artísticas rusas cuando, hacia 1919, deciden poner el arte al servicio de la Revolución, debe realmente poco a Aleksandr Rodchenko y a Liubov Popova. La exposición, sin duda, está muy bien y es muy nutrida pero la mayoría de la obra expuesta (cuadros de Rodchenko sobre todo) es del periodo anterior al constructivismo. No es que esté mal, tampoco, pero resulta algo monótono porque la obra rodchenkiana de la época (entre 1917 y 1919) muestra sobre todo variaciones sin límite de temas suprematistas (bajo la directa influencia de Malevich) y abstracto (bajo la de Kandinsky) a base de bidimensionalidad de rayas, planos, curvas y colores simples cuyo objetivo meramente decorativo hace que la muestra frise en el aburrimiento.

Y aburrido es precisamente lo que no es el constructivismo.

Cuando arranca el constructivismo propiamente dicho, cuando los artistas de la época, Rodchenko, Popova pero, sobre todo, Maiakovsky, Tatlin, Malevich, Lissitzsky, Ekster, Penson, etc ponen manos a la obra de emplear el arte al servicio de la revolución en tiempos de zozobra, con la guerra civil o el comunismo de guerra, cuando fundan el grupo LEF (Frente de Artistas der Izquierda), junto al Proletkult, se produce una explosión de creatividad artística que se manifiesta sobre todo en la arquitectura, el cine (Eisenstein, Pudovkin, Vertov), la cartelística, el diseño gráfico y comercial (que había de experimentar un ligero renacimiento con la NEP, pronto aplastado por las colectivizaciones), la fotografía y otras artes aplicadas. Lo que sucede, sin embargo, es que la aportacion de nuestros dos artistas, Rodchenko y Popova es escasa por varias razones: ninguno de los dos, pintores, encajaba bien en los nuevos medios expresivos cuyo símbolo por excelencia sería la célebre torre de Tatlin (a la derecha) en homenaje a la IIIª Internacional que habría de erigirse en Petersburgo (luego Leningrado) pero que, irónicamente para un movimiento llamado constructivismo, jamás llegó a construirse. Popova, además, murió muy pronto (en 1924, el año de la muerte de Lenin) y Rodchenko, aunque intentó probar mano en diversos medios, como los montajes fotográficos al estilo del alemán Herzfeld (que luego "britanizaría" su apellido en Heartfield), los carteles al de Maiakovsky o los diseños industriales, no fue muy productivo. Por aquellos años desempeñó puestos burocráticos de gestión artística, lo que le permitió viajar (son célebres sus Cartas de París) y teorizar sobre arte pero no crear. Vino luego el invierno estalinista y el imperio indiscutible del "realismo socialista", un estilo que, sin duda, tiene sus encantos para quien sepa vérselos, pero no coincide en nada con las revueltas aspiraciones de aquella vanguardia compuesta de suprematistas, futuristas, abstractos, vorticistas y otros pecadores. Rodchenko, como otros muchos artistas tuvo que plegarse a los nuevos tiempos y , si bien siguió pintando pintura abstracta hasta su muerte en 1956, lo hizo en un prudente segundo plano, sin mayor relevancia pública.

De esa otra producción, del regreso al figurativismo en carteles como el que incluyo aquí a la izquierda que es un anuncio de libros (política cultural de la Revolución), la exposición tiene muy poco. Resulta así que, desde luego, cabe definir el constructivismo como esa feliz coincidencia de dos vanguardias, la artística y la política, en los primeros años de la revolución bolchevique, con un cine, una fotografía, un teatro, un diseño gráfico (obsérvese que todos son medios que tratan de vehicular mensajes a auditorios de masas) realmente rompedores. Pero, a su vez, la aportación de los dos artistas que la muestra singulariza a este agitado mainstream es escasa y subordinada a la esclarecida dirección de sus amigos y compañeros que, por dedicarse a otros géneros artísticos (por ejemplo, el caso del teatro de Maiakovsky) tuvieron mucha más iniciativa.

Aun así, la exposición merece mucho la pena si uno redefine la "definición" porque, entre otras cosas, contiene dos piezas muy difíciles de encontrar, ambas de Rodkenko: un proyecto de kiosko con una curiosa estampa, muy dentro del constructivismo tatliniano y una sala de lectura de un club de cultura proletaria que sí se construyó, aquí lo encontramos en sus dimensiones reales y produce (al menos a mí me la produce) una sensación de melancolía, de lo que pudo ser una revolución que se dejó inspirar por artistas a los que más tarde persiguió y machacó.